Estoy esperando que me traigan un café en Montmartre,
Francia. Es agosto con calor, bastante.
Estas temperaturas me hacen acordar a
mi infancia, aquellas tardes de diciembre en la casa de los abuelos en Buenos
Aires. El aroma del jardín con sus flores, la chocolatada fría de las cinco de
la tarde, nosotros corriendo desde la pileta ante el primer grito de la nona “A
tomar la lecheeee” y tantas cosas.
A veces miro el camino
andado y me parece casi inexplicable con la rapidez que suceden los hechos. Pareciese
que solo se trataba de ayer cuando una niña lloraba con su delantal rosa para
entrar al jardín o que se había puesto nerviosa por primera vez al encontrarse con
el nene lindo del curso llamado “Marcos”.
Hay tantas diferencias con esa pequeña a como es ahora.
Buenos Aires ya no está, ahora la protagonista es Francia. A Marcos lo perdimos
hace algunos años atrás cuando decidió no venir conmigo y quedarse aquí. No tenemos al chico lindo del curso pero si
al más bello de París.
Pese a la tardanza por fin llega el café. El bar está
repleto, se nota que todos hicimos lo mismo al salir de la oficina. Cuando estoy
solitariamente sentada tomando algo por aquí me gusta observar a la gente detenidamente y
tratar de descifrar en que andan; más bien lo tomo como un juego, me divierte.
A ver que tenemos....En la mesa de la derecha hay
cuatro mujeres hablando, como es de costumbre, de hombres, más adelante esta
una niña con su cabello lacio y dorado en compañía de sus abuelos, me siento
identificada con esa imagen.
Ahora en mi izquierda se encuentra un hombre
intentado vender rosa de color rosa, al pobre nadie le compra. A tras de él hay
una joven que no puede lograr impedir el dolor de sus ojos, ese llanto que
aparece y un hombre que la consuela. No hay flores para ellos, solo hay
mentiras que se dicen en las despedidas: “No era nuestro momento” “Te quiero”
(Que no es lo mismo que el te amo) “no me gusta verte llorar así, perdóname”.“Ya
encontrarás a la persona indicada que no soy yo precisamente” y tantas otras
frases hechas que repetimos cuando terminamos una relación. Las relaciones y
sus inicios o despedidas no tienen nacionalidad alguna, ni diferencia. Digamos
que lo que se pronuncia -a veces más o menos, variando en la intensidad- es lo mismo.
Por más que nos parezca seductor para nosotros que nos
hablen en francés, cuando se quiere finalizar el dolor no es variado.
La muchacha sigue llorando El joven-en vano- intenta
consolarla. Piden la cuenta con el zumo de naranja casi sin tomar.
Esa imagen me
trae recuerdos de un mes de diciembre que yo viví hace algunos años allá por
Argentina.
Recuerdo que hacía
demasiado calor, yo salí de la oficina temprano para encontrarme con Marcos.
Ambos sabíamos de qué se trataba el asunto, tal vez por eso tratamos de
aligerar el momento aunque eso se puede decir solo en las palabras por que el
dolor sigue por días, quizás meses o años. En fin, así fue nuestra adiós. Un
tanto insípido, aunque no creo.
Los jóvenes se levantaron y cada uno se fue por su lado;
ella para la izquierda y el hacia la derecha.
Ahora comenzaran nuevos caminos,
su destino puede que este en la esquina de la calle siguiente. Allí tal vez aparezca la muchacha de sus sueños o el hombre
que la complemente. Igual de eso nunca nos enteraremos.
En su reemplazo en la mesa que dejaron los ahora no novios se sienta una pareja con sonrisas en su rostro, alegrías.
Al tiempo se acerca
aquel niño con cara triste que vende flores. Él le compra a su amada una de las
rosas, ella sonríe como una loca enamorada de quince sin dejar rastros de sus
veinticinco años. Su mirada denota amor como si fuese un final de cualquier
película romántica.
No tenemos idea de cómo terminarán, que pasará mañana, ni si
surge una fuerte pelea y no vuelven a verse o si comen perdices por el resto de
sus vidas.
Tampoco existirá información alguna de aquellos sentados en él
mismo lugar hace apenas un rato, puede que se miren dando vuelta la manzana y que no hayan
encontrado en la esquina a las personas para compartir el resto de su tiempo y así darse cuenta que están congeniados para estar juntos.
Nada se descifra a ciencia cierta qué pudiese llegar a suceder en medio
segundo después.
Nosotros no sabemos. Aunque las cartas ya están tiradas en la
mesa y marcadas con nuestro destino.